Una historia simple, cotidiana y profundamente humana se fue tejiendo en las calles de la ciudad de Santa Fe. Pablo, barrendero de oficio, conoció a Manolo, un perrito mestizo que por entonces tenía apenas seis meses. El vínculo comenzó casi por casualidad: el cachorro vivía con un vecino que solía salir a charlar con Pablo.
Pero cuando ese vecino falleció, Manolo quedó solo, y fue Pablo quien se convirtió en su nuevo compañero de vida.
“Como ya me conocía, empezó a seguirme”, cuenta Pablo. “Al principio era chiquito, me lo metían dentro del carrito para que no se pierda. Después empezó a crecer y a entender cómo era mi sistema. Ahora va siempre por mi lado derecho, nunca se me despega”, explicó.
El perro que todos conocen
Con el tiempo, Manolo se volvió una figura conocida en la avenida. “No saben mi nombre, pero todos conocen a Manolo. Pasan y le dicen ‘chau, Manolo’, hasta los chicos lo saludan”, dice Pablo entre risas. El perro entra a los kioscos, a los negocios del barrio, y respeta cada límite aprendido con el tiempo. “Menos al supermercado, entra a todos lados”, bromea.
Pero el lazo entre ellos no es sólo trabajo o rutina. Una vez, un accidente de moto dejó a Pablo fuera de las calles durante más de tres meses. “Se me cruzó un auto. Estuve parado tres meses y medio. Pero mi hijo y mi mujer estaban pendientes de Manolo, me pasaban los datos por teléfono”, recuerda.
El reencuentro, dice, fue de película: “Estuvimos veinte minutos tirados en el piso, abrazados. No había nadie. Él, feliz, arriba mío”.
Una familia de tres
La historia también tiene un costado romántico: fue gracias a Manolo que Pablo conoció a su pareja actual. “Ella me conoció cuando cambiaron su horario de trabajo. Vio al perro, después a mí, y empezamos a hablar. Hace cuatro años que estamos juntos”. Hoy, los tres forman una pequeña familia. “Ya le dije, yo soy la mamá de él. Somos tres: nosotros dos y Manolo”, dice ella entre risas.
Manolo, que ya tiene cinco años, es considerado por ambos como un miembro más de la familia. “No me imagino una mañana sin él. Todo lo hago automático: verla a ella, verlo a él. No me lo quiero imaginar”, confiesa Pablo, visiblemente emocionado.
Pasan juntos unas siete horas por día en el trabajo, y si Pablo tiene que ausentarse, cualquiera de sus compañeros barrenderos sabe qué hacer si ven a Manolo. “Lo conocen todos. Si lo ven solo, me llaman, o lo cuidan hasta que llego”, dice con orgullo.
La historia de Pablo y Manolo es mucho más que la de un barrendero y su perro: es un testimonio silencioso de lealtad, amor y compañía, construido a fuerza de madrugadas, y cordones de vereda. Una historia barrial que, sin pretenderlo, se convirtió en un símbolo.
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